13 mar 2008

"Padre Patrio"


Nunca supe si era porque papá pensaba que Perón era ese tipo que nunca se había equivocado, (ni siquiera en la elección de tercera esposa) ó porque a su padre, mi abuelo, lo había atropellado un auto que manejaba un español. Allí Adolfo, el abuelo, se había topado con la muerte. Pobre viejo.

Lo cierto es que papá odiaba todo aquello que fuera extranjero. “No nacional” afirmaba con dureza. El caso extremo que yo recuerdo es que un mismísimo 24 de diciembre a las 23:53 nos confesó a mí y a mis hermanas que Papá Noel no existía, que era un invento yanqui para generar ganancias. A mi hermana mayor, Lucía, no le había afectado, ya que tenía catorce años, pero nosotros tres (María, Natalia y yo) nos amargamos de una manera terrible. Teníamos nueve, ocho y seis años.

La palabra de Julio Humberto Alegre (mi padre) era siempre fulminante para nosotros. Siempre que terminaba de hablar de algo sembraba un silencio de varios minutos. En casa no era habitual la discusión. No se podía generar. Estaba prohibida Recuerdo que una vez manifestó que para él Martiniano Molina era mejor cocinero que Karlos Arguiñano. Todos afirmamos con la cabeza, aunque ninguno estaba de acuerdo. No tenía ningún tipo de sentido la discusión con Humberto.

Por todo esto es que fue realmente una batalla la única discusión que tuvimos con Humberto. Éramos cinco personas contra una. Tuvo que aceptarlo de una u otra forma que su hijo menor, es decir yo, estaba decidido a irse a España. Me acuerdo que se lo dije en una cena.

- Me voy a España. Gané la beca esa por un año – dije mirando al piso.

- Vos estás loco – me apuntó con el tenedor en la mano y mirándome fijo.

Instantáneamente todos en la mesa me dieron la razón. El alegaba que en España odiaban a los argentinos, que me harían la vida imposible sino me mataban. La exageración era uno de los grandes defectos de Humberto (así lo llamaba yo). Nosotros lo contradijimos de inmediato. Se sintió por primera vez, en mucho tiempo, solo.

Pero mi decisión ya era segura y no quería que una vez más aquel desgraciado me quitara una nueva oportunidad. Ya había rechazado un viaje a Grecia porque él lo había querido.

Hasta allí verdaderamente no hubo problema. Lo más complicado de todo fue la segunda parte de mi decisión. Dije que era beca para tener al menos una posibilidad de empezar. Era un intercambio. Manuel, el gallego de dieciocho años que vivió en casa, tenía que venirse para que yo pudiera ir

- ¿Un gallego acá? Ustedes son unos irrespetuosos.

- Sí, acá – le respondió Sofía, mi madre.

Fueron exactamente cinco horas. Eso tuvimos que atravesar para que yo haya ido a vivir a España un año. Y para que Manuel venga. “La memoria de mi padre se va a manchar con sangre gallega” fue lo más ridículo que le escuché decir a Humberto en mucho tiempo. Pero lo cierto es que tuvo que aceptarlo.

Yo realmente quería irme esta vez. Recuerdo que antes de que me vaya a España le dije a Manuel que leyera algo de Perón porque si no acá no iba a funcionar. Creo que fui algo egoísta al dejar que el gallego venga. Yo sabía a donde lo estaba mandando. Pero ahora que lo veo, no he sido tan injusto con él,

Me fui de Buenos Aires el 15 de agosto a las 16:45. Recuerdo que yendo al aeropuerto Humberto casi entra en una pelea con un tipo que tenía una calcomanía de Ronaldinho en la parte trasera del auto. Le hizo parar el auto y le preguntó porque en vez de esa no llevaba una de Maradona o de algún otro argentino.

Fue algo difícil despedirme de mi familia. De Humberto no tanto. Nunca llegué a consolidar una relación real con él. Había muchas diferencias que, claro, nunca se aclararon. El cine alemán le parecía aburrido, Immanuel Kant un ignorante y decía que Frida Kahlo no le transmitía absolutamente nada. El aburrido, ignorante y el que no transmitía nada era él. O mejor dicho algo si transmitía: enojo. Todo el tiempo.

Llegué a España el 16 de agosto cerca de la mañana. Leticia me fue a buscar al aeropuerto. Leticia era una mujer alta, de ojos verdes y de una figura envidiable para las muchachas jóvenes. Leticia era la mamá de Manuel.

- ¿Tú debes ser Pedro no? – me preguntó aquella mañana.

- Sí – asentí mirando de arriba abajo a aquella mujer. Estaba contemplando su belleza.

Yo me sentía un verdadero afortunado de que ella me hospedara. El padre de Manuel había muerto hace años. Él me lo había aclarado cuando hablamos, para evitarme un mal momento.

En la casa vivía Leticia y Jorgito, el hermano menor de Manuel. Era un chico muy inteligente. Me llevé muy bien con él en el año que viví allá. Juntos leíamos, conversábamos, a pesar de los ocho años que nos separaban.

Con Leticia la relación creo que fue impecable, si cabe un adjetivo de tal magnitud para definirla.

Sus comidas eran increíbles. Cocinaba con una dulzura que no llegué a notar en mi madre. Disfrutaba cada comida que me hacia. Todo el tiempo trataba de hacerme sentir cómodo. Algunas veces más que otras.

La primera vez que llamé a casa me imaginé, por lo que me contaba mi madre, que allí se estaba viviendo una especie de batalla campal. Manuel leyó de un lado y del otro la biografía de Perón. Pero nunca miró una foto suya. Mamá me contó que una de las primeras cosas que dijo fue:

- ¿Y este tío quién es? – mirando un cuadro de Perón que había en el living de casa.

- Mira pendejo…

- Es Juan Domingo Perón, un presidente argentino – llegó a interrumpirlo Lucía, mi hermana mayor.

Después de ese comentario el viejo le habló de Perón a Manuel por cuatro horas.

Yo no me hacía mucho problema. Me agradaban demasiado los españoles. La primera semana allí conocí mucha gente que me resultaba interesante. Leticia me deleitaba con cada comida y Jorgito no molestaba, sino todo lo contrario.

Cada tanto me ponía a pensar en Manuel y en cómo llevaba la vida en Buenos Aires. Pero estos pensamientos no tenían ningún tipo de sentido. A miles de kilómetros nada podía modificar. Lo único que me llegaba a asustar era que me tuviera que cruzar algún día con Manuel.

Me sorprendí mucho cuando, una tarde al llamar a casa Natalia, una de mis hermanas, me haya contestado.

- No Manuel no está, salió con papá.

- ¿Qué? ¿Me estás jodiendo? – pregunté asombrado.

- No, en serio – respondió ella.

No me pregunten cómo ni porqué pero lo cierto es que Manuel empezaba a ganarse la confianza de Humberto y de toda la familia. En especial la de mis hermanas, que lo veían como un juguete. Y lo que nunca se creyó en casa, sucedió. Humberto empezó a reconocer lo extranjero, o lo “No nacional”, como algo no tan malo. El gallego le hizo mirar cada una de las películas de Almodóvar. A papá le gustaban.

A partir de esa tarde me serené. Todo estaba saliendo a la perfección. Yo en España, tranquilo. Y Manuel estaba contento en Argentina.

Fue la tarde del 19 de noviembre cuando comenzó la mejor parte de mi estadía en Valencia. Estaba solo en la casa cuando Leticia llegó. No sé como, pero a partir de ese momento sentí una atracción tan fuerte hacia ella. Y ella la sentía hacia mí. Como Jorgito no estaba presente todo fue perfecto aquella tarde. A causa de mi timidez no contaré con detalles lo que sucedió esa tarde. Ya se lo deben imaginar.

Poco a poco empecé a despreocuparme de Argentina, de Humberto, de Perón, de Mamá y de mis hermanas. Ahora el que llamaba a España era el viejo. Siempre me decía lo contento que estaba con que Manuel viviera allí en casa. Me contaba todo de forma exagerada, como era su costumbre. Me confesaba en lo bajo que le encantaba leer a Coelho y a Edgar Allan Poe y que también le estaba gustando escuchar a Ismael Serrano. Una vez recuerdo que me había dicho que Serrano no era poeta. Esa fue una de las pocas veces que estuve de acuerdo con él. Lo único que le incomodaba era la cercanía que el gallego tenía con María, una de mis hermanas. Eso si que no lo permitiría.

- Un galleguito en la familia – me dijo una vez casi gritando.

A mí sinceramente poco me interesaba lo que me contaba. Por mí se podía caer el mundo ese día si estaba al lado de Leticia. Con el tiempo fuimos haciendo más fuerte nuestra relación. Encima se venía el invierno aquí en España. La época más hermosa para los abrazos.

Se acercaba marzo y realmente lo único preocupante para mí era que faltaba cada día un día menos para irme de España y de Leticia. Siempre tomábamos demasiadas precauciones para que Jorgito no nos viera. Sin embargo recuerdo que una tarde de ese marzo él me dijo.

- Tú estás haciéndote el vivo con mi madre. No te preocupes, a mi me da igual.

Yo me quedé con el corazón paralizado y el alma afuera. No podía entender tanta madurez en un niño de diez años. A partir de ese momento él se volvió en una especie de consejero. Me contaba todo lo que le gustaba hacer a su madre. Detalle por detalle. Me hacía todo más fácil de lo que era. Pero igualmente nunca le dije a Leticia que Jorgito sabía lo que sucedía entre ella y yo. Podría arruinarlo todo. Y no me interesaba.

Sentía cada vez menos ganas de regresar a Argentina y a la casa de Humberto. Aquí estaba demasiado cómodo.

Recuerdo que llegando abril hablé, después de mucho tiempo, con Manuel.

- No quiero irme nunca de aquí – fue lo primero que me dijo cuando hablamos.

- Eh, ¿tan bien lo estás pasando? – le pregunté, sabiendo su respuesta.

Por un momento pensé en contarle lo de Leticia. Pero era jugar con el peligro. Él se lo podría contar a su madre. Fuera de eso me contaba, con cierto respeto, que Humberto era al principio algo duro con él. Más cuando lo veía hablando con María Pero que poco a poco iba cambiando su forma de ser.

- Una vez llegó a decir que Racing era superior al Madrid.

Parece que eso le quedó marcado al gallego. No se por qué. Obviamente, como tantos otros peronistas, Humberto era hincha de Racing. Los domingos yo no estaba en casa. Decidí marcharme, ya que Humberto puteaba todo el santo día contra los árbitros y/o jugadores contrarios. Los de Racing hacían todo bien, a pesar de la interminable sequía que se terminó en el año 2001. Ese día podrán imaginarse lo que fue mi casa. Un mes entero en los almuerzos y cenas se habló de lo mismo. O mejor dicho, el habló de lo mismo. Contaba partido por partido de Racing en ese campeonato.

La llegada de junio fue desastrosa. Leticia se la pasaba llorando. Estaba muy triste porque yo el 19 de junio debía dejar España para volver a Argentina. Ella estaba triste y yo la verdad que también. Creo que más que ella. No quería volver. Era lo último que quería hacer. Pero tenía una convicción: iba a volver.

En Argentina todo marchaba bien. El gallego era una especie de mano derecha de Humberto, según contaba Mamá. El viejo estaba angustiado porque Manuel se tenía que ir. Eso al menos me dijo él cuando hablé por última vez, antes de volver.

- Es una lástima la verdad. Es un pibe divino – me dijo Humberto.

- Nunca pensé que se llevarían bien – le respondí algo enojado, y recordando el martirio que fue convencerlo.

- No, ¿Por qué? – me preguntó el estúpido.

Al viejo lo escuché peor que cuando había muerto Castelo. Ese día fue un luto. Lloraba desconsolado como una novia que pierde a su chico. Una novia llorona.

A las once de la mañana partía mi vuelo. Fue difícil la despedida de Leticia. Y de Jorgito también. Me había encariñado con él. No tanto como con Leticia. A ella le prometí volver, aunque nunca lo hice.

Llegar a casa fue muy deprimente. Volver a ver a Humberto. Aunque lo encontré muy cambiado. El contacto con lo “no nacional” lo había, de algún modo, enderezado. Sinceramente me estaba cayendo mejor que antes. Pero duró sólo unos meses, hasta que la panza de mi hermana María empezó a crecer de a poquito. En enero recibimos a un hermoso galleguito. “Un nieto ilegítimo”, según Humberto, mi querido padre.

4 comentarios:

estrellitas dijo...

Realmente fantastico! me gusto mucho querido demente!!!
Lo felicito por el escrito..

ElChapa dijo...

Muyy bueno martincho! Y te digo, da para más...Hay una segunda parte? Jajaja

Un abrazo!

Anónimo dijo...

ey excelente relato!!, me atrapo al instante..muy bueno mil!!!
saluds y lastima q no hayas viajado(sisi lo repito)

Anónimo dijo...

10 mil $
fack si i i i
mucha mierda amigo mio.